martes, 19 de agosto de 2008

La casa sevillana


Ayer volví a leer el fragmento del libro "La ciudad" donde Manuel Chaves Nogales nos describe como nadie la casa sevillana. Lo traigo aquí porque es en verano cuando más recuerdo ese tipo de casa; al haber pasado tantos años esa estación en la casa de mi abuela en Sanlúcar la Mayor. Veréis cómo Chaves Nogales describe la casa, situaros en el barrio de San Lorenzo o San Vicente.
"(…) una calle recatada, una casa silenciosa, un zaguán refrescado por los mármoles del pavimento y el vidriado del zócalo, una cancela de pulido herraje y el panorama de un patio. (…) Hay un religioso silencio; en él se demuestra que las cosas –todas las cosas- están complacidas de su ponderación; nada fracasa ni triunfa, todo tiene su individualidad, y una misión clara y distinta que cumplir. (…) En las blancas galerías del patio, un rayo de sol, que se desliza oblicuamente a través del entoldado, va a burlarse implacable de un pobre cielo artificioso –artificio de óleos policromados- que arrebata y transfigura a un San Antonio de lienzo embadurnado; de vez en vez, suenan hacia el fondo unas armoniosas risas de mujer joven, que estremecen de júbilo todas esas cosas, llenas también de armonía, que son alma del patio y el zaguán; cae la luz a plomo sobre el adoquinado de la calle, recortando los escorzos de las casas refulgentes en un cartón de imponderable azul; unos canarios belgas ensayan en el patio sus interminables razonamientos, y todas esas almas –la luz, el mármol, la palmera, el barro vidriado, el agua, la cal- se funden en una emoción inefable, ponderadas y silenciosas. Brutalmente, sobreviene un inarmónico sacudimiento; es el pregón de un vendedor de plantas de sombra, que resuena pavorosamente en el zaguán, se expande en el patio, sube la escalera –ancha, de mármol, tendida un pasamanos de caoba, unas perillas de cristal de nigromante, algún cuadro, siempre religioso- avanza por las galerías, penetra en la salita de estrado, se mete por el repliegue de las caracolas de la mar, discurre por entre los jugueteros, entra en la cocina, dice la hora a la guisandera, y va a morir, como un eco, en el patinillo jocundo, en el que una mujer canturrea, batiendo la ropa sucia contra el refregador, entre unos alpes de espuma.
-¡Las buenas plantas de sombra!
Bordan las muchachas un ajuar eterno; la señora, remilgada, hacendosa, con un primoroso rodete blanco, anda en zapatillas, vigilando la elaboración de sus dulces en compota; en el piso alto, un muchacho, con las manos metidas en los bolsillos y dando grandes zancadas, repite maquinalmente, una vez y otra, un párrafo de filosofía krausista que no entiende, y en el despacho, el señor de la casa se ha quedado dormido sobre unas cuartillas, en las que, año tras año, va escribiendo la historia de las hermandades sevillanas.
-¡Las buenas plantas de sombraaaaaa!”

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